De la vaca Mo y los borrachos

(...) Pues, ¿para qué alargar la cuestión dando detalles y más detalles, cuando la verdad puede resumirse en una sola frase? Y eso es, ni más ni menos, lo que sucede con la verdad sobre la gente de aquel pueblo y sus fiestas. Y la verdad es la siguiente: que cada vez que me acuerdo de ellos, junto saliva en la boca y escupo. Eso es todo, con ese resumen basta.

(...)

Al principio, desde el cubil donde nos habían encerrado los jóvenes, oíamos el zumbido de la gente que hablaba en la plaza y en la calle. El zumbido parecía polvo, llenaba todo el aire y lo volvía grueso. Debían de ser miles de personas hablando a la vez.

-¡Qué necesidad de hablar tiene esa gente! -le dije a La Vache, un poco irritada.
-Estarán todos borrachos -comentó La Vache con desprecio, un poco irritada.
En eso, sentimos que, por encima del zumbido de la gente, surgía una música estridente y machacona. Se trataba sin duda de una charanga; de una charanga que -también eso resultaba obvio- se iba acercando a nosotras. Poco después, los martillos, martillones y mazas se pusieron a golpear nuestra marmita. Sonaban los clarines, sonaban las trompetas, sonaba sobre todo el bombo, y mi amiga y yo no conseguíamos oírnos. La música aplastaba nuestras palabras.

La vache, siempre más nerviosa que yo, dio un golpe a la puerta. Fue inútil, porque la puerta estaba bien encajada. Consiguió, eso sí, abrir un resquicio por el que alguien -para que nos fuéramos enterando de cuál era nuestra situación real- introdujo un petardo encendido. El petardo explotó de inmediato y retumbó dentro de nuestras cabezas. A la explosión del petardo le siguió el bombo. El que probablemente era el más fuerte de la charanga se empeñó en seguir él solo con el concierto, y golpeaba su bombo una y otra vez, uno-dos-y-bom, uno-dos-y-bom, y así durante diez minutos, durante veinte, durante cuarenta. Era incansable, parecía hipnotizado con su uno-dos-y-bom, uno-dos-y-bom. No hacía falta tener el oído tan fino como Eutropio para ponerse a dar golpes contra la pared. Y eso era justamente lo que hacíamos, golpear la pared para hacernos daño y así olvidar por un momento aquel uno-dos-y-bom. Pero al más fuerte de la charanga le daba igual, él era incansable, él seguía con su uno-dos-y-bom, uno-dos-y-bom. Cuando nos abrieron las puertas del cubil, ya estábamos enloquecidas.

Nos abrieron las puertas, y sentimos como si alguien hubiera quitado la tapa de la marmita; seguía el ruido, pero al menos teníamos aire para respirar. La vache salió rapidísima y con un objetivo claro: pasó por encima de la gente que se había apiñado en la puerta y tiró de un golpe al tipo del bombo. Allí quedó aquel asqueroso retorciéndose de dolor, con las costillas bien molidas. Y sin ganas de seguir tocando el maldito bombo, supongo.

Al principio nos defendimos bien y dimos buenos golpes, yo buenos y La Vache mejores, y si hoy día puedo decir que soy una vaca que ha roto más de treinta huesos, ese orgullo lo tengo sobre todo por aquella fiesta. Pero los del pueblo eran muchos y se acercaban a nosotros como tábanos, todos a la vez, a traición, con terquedad. Era imposible luchar contra tantos tábanos. Así, después de media hora de luchar y correr calle arriba y calle abajo, las dos nos pusimos a buscar una salida. Pero ¿por dónde huir? Tanto la plaza como la calle estaban cerradas con una valla metálica, y la gente que contemplaba el espectáculo formaba una segunda muralla. Estábamos metidas en una marmita sin agujeros ni resquebrajaduras.

Poco a poco, con el cansancio, fuimos desmoralizándonos. Los jóvenes del pueblo estaban envalentonados, y cada vez nos tenían menos respeto. Cuando uno de ellos me agarró por el rabo, supe que todo estaba perdido. Miré a La Vahce: no andaba mejor que yo. Al contrario, parecía todavía más cansada y a punto de volverse loca. Me dije a mí misma que cualquier cosa era mejor que rendirse como una oveja, y continué buscando una salida. Así llegué hasta una casa que, según me había parecido en una de las carreras, tenía un portón que comunicaba con otra calle. No fue tan sólo inútil: fue lo peor de la fiesta. Iba a empujar el portón cuando sentí que una punta afilada de acero me penetraba en la carne. Ciega de dolor, me volví y di un derrote; también en vano, porque mis cuernos tropezaron con los barrotes de una ventana baja.

-¡Karral! -oí entonces. Al otro lado de la ventana, Gafas Verdes sonreía, torciendo la boca.

Mi deseo era morirme allí mismo, pero los jóvenes borrachos del pueblo no estaban dispuestos a permitírmelo. Cada vez que me tiraba al suelo, me levantaban y me obligaban a seguirlos. En una de las ocasiones, vi a La Vache calle arriba, rodeada de gente por todos lados y a punto de asfixiarse; ella también estaba ensangrentada, ella también había probado el estoque de Gafas Verdes.


Linda vaca Mo... "Memorias de una vaca", Bernardo Atxaga.

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